Miguel Grau: el niño y el mar

Por Hernando Carpio Montoya

El caballero de los mares. Fotografía de Miguel Grau Seminario, perteneciente a la Colección Courret, cuyas placas de vidrios conserva y protege la Biblioteca Nacional del Perú (BNP).

Miguel María nace en Paita, en 1834. Es uno de los cuatro hijos ilegítimos procreados por el capitán colombiano Juan Manuel Grau y Berrío y doña Luisa Seminario del Castillo. El primero era un oficial que llegó al Perú con las huestes de Bolívar, peleó en las guerras de independencia; y luego, afincado en Perú, luchó en la guerra con la Gran Colombia y en las guerras civiles. Se dice que tuvo 25 hijos en 15 parejas; cuatro de esos vástagos fueron producto de su relación con doña Luisa, quien era una dama de sociedad de una acomodada familia piurana, casada con otro militar colombiano, Pío Díaz, con quien tuvo tres hijos antes de separarse.

El censo de 1840 en Piura ya muestra a los hermanos Grau Seminario viviendo con su padre lejos de la ahora llamada Casa Grau, que en realidad fue Casa Seminario, vivienda de la familia de doña Luisa. Juan Manuel se muda con sus hijos varones a Paita en 1842 al ser designado como Vista de Aduana; de este lugar, los embarca desde temprana edad a ganarse la vida como marinos. Así, el mar recibe a Miguel Grau desde los 9 años y lo acicala lejos de mamá y amigos, formándolo como marino y hombre, criado por los capitanes y tripulación de los barcos en los que navegó, escuchando historias y leyendas que alimentaron su imaginación.

El joven Grau navega alrededor del mundo en diferentes buques, desde balleneros hasta transportes de guano y mercantes; viaja por Europa, Asia, Norteamérica y Oceanía, adquiriendo gran experiencia. Diríase que era nuestro Simbad el marino, que regresa a su patria a los 18 años, justo a tiempo para que su padre lo presente a la Armada, donde ingresa con su hermano, en 1853.

Su paso por la Armada termina de sellar su noviazgo con el mar; es testigo de la evolución de los barcos a vapor en detrimento de los veleros en los que había navegado, sirve en las principales naves de la escuadra peruana, aprende de armas y estrategia, pero también de política y de intrigas. Muy pronto se ve comprometido en la revolución de Vivanco de 1856, movimiento que es derrotado y le significa su primera expulsión de la marina y tal vez su primer aprendizaje sobre respetar la legalidad y la Constitución.

Vuelve a la marina mercante y a su vagabundear por el mundo; es el único capitán no británico de la Pacific Steam Navigation Company hasta que la patria lo llama para la defensa durante el conflicto con España. Es enviado a Europa en una comisión que decidirá la compra de los blindados Huáscar e Independencia; y las corbetas Unión y América. Luego de la victoria del 2 de mayo, se niega a aceptar, junto con otros jefes navales, a un marino extranjero como comandante de la escuadra y renuncia a su cargo. El Estado peruano, ingrato como siempre lo ha sido —y sigue siéndolo— con los héroes, lo premia encarcelándolo y acusándolo de traición, insubordinación y deserción, cargos de los que sale bien librado en juicio.

Se casa con la distinguida dama limeña doña Dolores Cabero Núñez en 1867, tiene una familia feliz con 10 hijos, a los que brinda y cariño y cuidado que él no tuvo y por quienes demuestra ternura y gran preocupación en las cartas que han llegado hasta nuestros días. Sufre la muerte prematura de su hijo Miguel Gregorio, a raíz de un accidente en Chile, estigma que lo marcará hasta el fin de sus días.

Fue diputado por su tierra, Paita. Se desempeñó como político honesto, cuando ambas palabras no eran una contradicción. Presenta iniciativas para estudios que identifiquen nuevas zonas de explotación del guano, beneficios para maquinistas de la marina, propuso leyes para promover la meritocracia en la Armada y reorganizar el Ministerio de Guerra y Marina. Fue comandante del Huáscar y luego comandante general de la Marina, hizo esfuerzos por reforzar la escuadra y advirtió del desbalance en poderío con Chile, pero no fue escuchado.

El destino tenía otros planes y llama al niño triste y melancólico de Paita, ahora convertido en guerrero, para salvar al Perú del terrible destino al que lo habían conducido políticos irresponsables que se dedicaron a pelear entre sí toda nuestra vida republicana y un pueblo insensato, acostumbrado a aplaudir las promesas hermosas y vacías de los caudillos de turno, todo ello en vez de trabajar unidos para crear un país fuerte y próspero. El enemigo del sur, muy bien pertrechado por Inglaterra, abre sus fauces contra Bolivia y Perú, en una lucha desigual, en la que Grau sabía de antemano cuál sería su destino.

El monitor Huáscar se convierte en el terror de la Armada Chilena gracias a la pericia de su comandante, pero la nave es, en realidad, una frágil armadura en la que el valiente caballero trata de ganar tiempo para conseguir armas y contraatacar. Detiene el avance enemigo durante seis meses, hasta que la esquiva suerte lo cerca en Angamos, donde muere heroicamente y su querido monitor es capturado.

Angamos no es una derrota, porque una batalla donde el derrotado se lleva la inmortalidad y el vencedor solo los trofeos no puede tildarse como tal. Angamos es mucho más que eso; es el comienzo de una leyenda, de un epitafio infinito, que los peruanos no queremos ver, tal vez porque no estamos a la altura del héroe que allí nació o porque su brillo deslumbra nuestra inmadurez e ignorancia.

El Huáscar con bandera chilena nunca volvió a ser el mismo barco glorioso. Fue derrotado por el monitor Manco Cápac en el combate de Arica del 17 de febrero de 1880; y es burlado por la corbeta Unión, el 17 de marzo de 1880. Es que el Huáscar era Grau.

Fuente: Peru21

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